Laura

Artículo de María Paredes . Periodismo Humano

Laura sufrió agresiones por parte de su pareja durante años. Ella siempre pensó que si le ayudaba, su pareja podría dejar de ser agresivo y podrían ser felices juntos. Finalmente tuvo que alejarse de él y rehacer su vida. Ahora cuenta su historia.Hubo un tiempo en el que Laura desarrolló la estrategia de vestir camisetas interiores estrechas y acolchadas para amortiguar un poco los golpes y que su piel no mostrara después tan a las claras los moratones. Antes de acudir a sus citas con Martín, se vestía con ellas y con la tímida esperanza de que ese día nada le hiciera enfadar tanto como para terminar emprendiéndola con ella. Pero muchas veces ni aquellas camisetas ni aquella esperanza abrigaban lo suficiente.

Le había conocido unos años atrás en su clase de la universidad. Laura era una chiquilla de 19 años, guapa hasta reventar, inocente. Estaba entusiasmada con la carrera que empezaba a cursar aquel año. Se fijó en él nada más conocerlo y pensó, con ese tipo de certeza que sólo siente uno cuando se enamora de alguien, que aquel chico era para ella. Y pronto lo fue. En una fiesta que daban unos compañeros de clase en un piso, Martín le confesó que también él se había fijado en ella desde el primer día, y cogió a Laura de la mano, pero tapando aquel gesto bajo un cojín. Sus amigos estaban cerca y le daba vergüenza que le vieran manteniendo una pose tan cariñosa con una mujer. A partir de aquel día, comenzaron a salir juntos. Martín le convencía para faltar a clase e ir a pasar el día en el parque y, aunque ella siempre había sido buena estudiante y responsable, lo hacía encantada porque sólo podía verle esos ratos durante los días de diario. El fin de semana él quedaba invariablemente con sus amigos, sin sacar un minuto para ella. Laura tampoco rechistaba cuando Martín le pedía que le pasara los apuntes, que le hiciera los trabajos de clase, que le invitara a absolutamente todo lo que gastaban. Tampoco le reprobaba que fumase porros durante todo el día, pese a que aquello le disgustaba. Hacía todo cuanto él le pedía, y lo hacía porque le quería, y porque no veía en él mala fe. Lo hacía, como suele decirse, de corazón.

De aquellas peticiones desbordadas, Martín pasó a tomar como costumbre dar plantón a Laura, desatenderla, verla sólo cuando, donde y como él quería. Haciendo lo que a él le gustaba hacer. Negándole la palabra durante días si ella se molestaba por su actitud. Hasta que la falta de atención hizo que el amor que sentía por él se marchitara, y decidiera entonces cortar la relación. Esa fue la primera vez que Laura vio a Martín volverse agresivo. Él la buscó por los pasillos de la facultad y le pidió hablar. Cuando ella le contestó que sencillamente ya no era feliz a su lado, él le arrebató la carpeta que ella llevaba pegada el pecho y la estampó contra el suelo. Laura vio tanta rabia en sus ojos que sintió miedo y se echó a correr pero Martín la alcanzó y levantándole la mano le gritó: “No me obligues a hacerte daño”. Una profesora presenció la escena y expulsó a Martín del edificio. Después de aquel incidente no volvieron a saber el uno del otro durante dos años, en los que él marchó fuera de la ciudad. Pero pasado ese tiempo, Martín volvió. Y volvió con promesas, con regalo de oídos, con perdones. Lo primero que hizo fue intentar reconquistarla, pese al tiempo transcurrido. Laura fue reticente en un principio porque no olvidaba lo vivido, pero terminó por perdonarle, por creerle, y por regresar a su lado. Pasó muy poco tiempo hasta que la relación volvió a discurrir por el mismo cauce. Esta vez Martín empezó a pedirle dinero a Laura para consumir porros. Laura llegó incluso a robar para darle lo que necesitaba. Si no lo hacía, Martín se encargaba de hacerle sentir culpable. Además, era mejor que no se enfadara. Cuando lo hacía, empezaba a gritar y a romper cualquier cosa que encontraba a su lado, mientras le gritaba a Laura que por su culpa él se había convertido en eso que ahora veía. Y Laura temblaba, y suspiraba de alivio cuando él se calmaba y su discurso giraba 360 grados para decirle, como un niño indefenso, que ella era la única persona en la que podía confiar y que la quería.

Laura intentó volverse una experta en no contradecirle, en no contravenirle, en procurar que no se impacientara. Gastaba su rabia con sus personas más cercanas para ser con él perfecta y cariñosa, para estar siempre a su disposición. Pero eso no era bastante y la primera bofetada llegó cuando se equivocó al comprar un mando universal para la tele de casa de Martín, después de que él se lo pidiera. El golpe dolió pero las palabras que le acompañaron le quebraron: “No vales para nada, ni para follar siquiera, en qué momento me fijé en ti, por tu culpa he estado jodido dos años, me dejaste solo, fumo porros por tu culpa, ya no soy el que era y todo por ti que me jodiste la vida”.

Después de un golpe, de un insulto, de que le arrebaten a uno un trozo de su dignidad, viene el silencio y la convicción de que jamás va a volver a permitir aquello. Pero las palabras de alguien a quien se quiere quedan grabadas a fuego en la mente, y cualquiera puede caer en la trampa de pensar que en parte pueda ser culpa suya. Y caer en la trampa de creer a la persona a la que se ama cuando ésta vuelve destrozada, cruzada su cara por las lágrimas, diciendo que nunca más se repetirá lo sucedido. Cuando Martín regresó a Laura, ella, más que creerle, quiso creerle. Seguir adelante sin él era afrontar que aquello, que era horrible, había sucedido. Darle una oportunidad más suponía pactar una tregua con la vida, la posibilidad de ser feliz a su lado si él dejaba de ser el monstruo que le había demostrado ser. El propio sufrimiento es a veces tan grande que busca caminos errados para hacerse más llevadero.

Por supuesto, no fue así. Si la primera agresión vino con el mando de la tele, la segunda se produjo cuando Laura no supo colocar bien un adaptador. Martín la agarró con fiereza del cuello e intentó ahogarla hasta que, de pronto, le miró a los ojos y la soltó suavemente. Y rompió a llorar como un bebé. Y se agarró a su pierna para implorarle que no se marchara cuando Laura trató de alcanzar la puerta. Le rogó que no le dejara solo. En lo sucesivo, Laura buscó y rebuscó mil maneras de que Martín se sintiera querido, comprendido, porque aquello no les podía estar pasando a ellos. Los dos creían que su amor era especial. Pensó que tal vez regalándole un perrito Martín podría conectar con ese lado tierno de la vida. Que el hecho de cuidar de alguien más podría dormir su lado malo y hacer que aflorase su sensibilidad. Pero también fue en vano. Cuando el perro, que era una cría, le despertaba llorando de puro hambre, él lo apaleaba, e incluso en una ocasión llegó a partirle una pata. Cuando Laura presenciaba esto agarraba contra su pecho al cachorro para protegerlo pero entonces ella pasaba a ser la diana de la rabia y del sinsentido de Martín. Una vez más.

Laura logró abandonar a Martín cuando la madre de ella, que sabía menos cosas de las que debía porque su hija nunca quiso preocuparla, descubrió que en un viaje de la pareja él le había roto la nariz, literalmente, de un puñetazo. Laura, vencida ya por completo, se dejó apoyar por sus padres, que le denunciaron. Tuvo que cambiar de móvil, de hábitos, de vida. Mudar la piel y el sentimiento para tratar de olvidarle y descubrir, aun con todo, que esa iba a ser la empresa más difícil de toda su vida.

Han pasado tres años de esta historia y a Laura se le han removido los recuerdos al contarla. Ya no quiere a Martín, pero reconoce dentro de sí misma miles de huellas silenciosas que aquel dolor le dejó. Le cuesta confiar en otros hombres, expresar sus opiniones, teme desagradar a los demás. Pero también, aunque a veces ella no se dé cuenta, es muchomás fuerte. Sigue cuidando de su familia y de sus amigos y ha logrado la mayor de las conquistas: no caer en la tentación de abandonar. No dejarse contaminar y no volverse también ella agresiva. Desterrar con todas sus ganas la violencia. Y contar su historia para que ayude a que otras personas no pasen por su mismo sufrimiento. Para que nadie olvide que el camino del amor sólo puede andarse con pasos cargados de respeto.

 

 

 

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