Escrito por Ana Isabel Espinosa.
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ana isabel espinosa

Ana Isabel Espinosa

Cuando yo tenía dieciséis años, una de mis mejores amigas, se quedó embarazada. Más que novio, tenía lo que ahora se llama "un rollete", porque no me digan que a esa edad, te tomas nada muy en serio, cuando lo que teníamos eran ganas de bebernos la vida misma y todo lo nuevo, a grandes sorbos.

Estábamos haciendo segundo de BUP en un colegio sólo de chicas, con uniforme y reglas, que se iban disolviendo como el azúcar en la leche caliente, en los años del aperturismo político y social. El chico era estudiante de medicina, brillante como una bombilla nueva y nada agraciado físicamente, pero también era el mejor amigo y compañero de piso, del novio de la mejor amiga, de mi amiga.

En fin, que una cosa por otra y con restricciones severísimas en su casa, la chica se quedó embarazada, y yo me quedé como si me hubiera estallado una bomba en la cara, porque nunca pensé que la mejor estudiante, la chica más bendecida por las monjas, con los padres más represores, pero también más cariñosos y buenas personas, pudiera caer así, tan tontamente.

Y el mundo se le echó encima, de la noche a la mañana, y su teléfono enmudeció y la encerraron en su casa, hasta que la casaron a la fuerza, condenándola a vivir con un hombre extraño y desconocido que la amargaría, que terminaría maltratándola y que no la quería, porque nunca quiso a esa mujer, ni ese niño, para nada. Como había llegado a su vida  se marchó, y ella no dejó los estudios, pero cambió el diurno por el nocturno y su madre se convirtió en madre del pequeño, con la desgracia añadida de que del disgusto el padre falleció, condenando aún más a la familia al recuerdo ingrato de cómo, y por qué, había sucedido el hecho original. Para seguir leyendo pincha en Leer más

Terminó el COU y la carrera, que fue más corta de lo que debió haber sido, y vió su vida mermada, cuando las demás salimos con nuestros novios, los dejamos o nos dejaron, nos casamos, tuvimos hijos deseados, nos divorciamos, nos volvimos a casar, tuvimos más hijos, porque la vida seguía imparable, mientras ella vivía con su madre viuda y su hijo, se buscaba un trabajo para comer, se hacía mayor, sin haber vivido y pagaba la condena de haberse dejado amar, un día, sin pensar en las consecuencias.

Hace nada me acordé de ella y de su hijo, un maravilloso hombretón, que la dejó hace ya tiempo. Ella intenta rehacer su vida como puede, con los trozos que le robaron y la adolescencia que perdió, de golpe, por la maldad del destino… Pensé en ella y creí, que, sin duda, y aunque ahora lo niegue sobre la Biblia, ella entonces hubiera abortado, si hubiera podido, sin pensárselo dos veces… Habría ido, como hacen muchas chicas, acompañada de su amiga y con el dinero sacado de donde fuera, con el novio fugado o perdido para siempre, y después habría regresado a su casa y a su vida, como si no hubiese pasado nada.

Ahora podría, pero entonces sólo quedaba pasar por un antro sucio y fétido, donde te sacaban a tu hijo a trozos y con dolores de muerte, unas manos inexpertas y codiciosas de dinero, asustada y confusa, demasiado desesperada y rota, presionada por todos, para tomar cualquier otra decisión, sin tener la suerte de encontrar un médico concienciado que se la jugase por ella, que la ayudase a conservar intacta su vida y su fecundidad, sin daño, ni dolor ninguno, como pasaba a veces, en las fronteras y los cruces de caminos, con gente que ayudaba a jovencitas que habían perdido su vida y querían regresar a ella, intactas y vivas, sin sangre que manase de su vientre como río nuevo, sin perderlo todo en el intento de volver a ser la niña que jugó con fuego, sin saber que se podía quemar.

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